Vicente
He ido a dar un paseo por Pamplona. Quería salir a echar una birra, pero Maklein me ha dicho que estaba enfermo. Ja, enfermo. En realidad yacía en cama, un martes, porque había pasado todo el finde de fiesta, el cabrón.
Tengo que confesar que yo tampoco volví a las 12. Pero hoy no me quería quedar en casa así que he ido a dar un paseo.
Y ha sido cuando ya terminaba el paseo cuando, en plena Avenida Carlos Tercero, un anciano que venía en mi dirección me ha dicho:
—Hace buen tiempo eh, qué a gusto.
Yo me he detenido. Le he dicho que sí, que hacía buen tiempo y había buen ambiente. He dudado, pero estaba claro que no conocía de nada a ese señor que se hacía llamar Vicente.
—Dando un paseo —me ha dicho sin haberle preguntado yo nada, con una extraña sonrisa. Y con esa extraña sonrisa me ha parecido que la Mátrix se resquebrajaba frente a mí.
No sabía si decía que él estaba dando un paseo, o si confirmaba que yo lo estaba dando, como si supiera exactamente lo que estaba haciendo yo ahí; como si supiera algo más de mí. Sea como fuere, ambos estábamos dando un paseo, y parecía que algo había puesto a ese señor frente a mí. El universo. El destino. O puede que fuera un ser mitológico que aparece en los cuentos tribales para ayudar al neófito. Como un duende que señala el camino.
Esa sonrisa extraña y sus ojos claros me han recordado a ese momento cuando ves que algo no encaja con la realidad, y de repente, te das cuenta de que estás en un sueño.
He tenido muchos sueños lúcidos y esa es exactamente la sensación que he tenido.
Vicente me ha dicho que se aburría solo en casa.
Exactamente, igual que yo.
Si Vicente era una señal, un ayudante colocado por el destino, o simplemente un anciano de 83 años que casualmente pasaba por ahí, yo no quería desperdiciar esa oportunidad —si es que eso era una oportunidad de algo—, así que le he preguntado sobre su vida.
Me ha contado que su mujer murió hace seis años y que tiene dos hijos. Hija e hijo. Venía de hacer el testamento y a su hija le deja la casa buena, la de Iturrama, porque ha estado cuidando más de él en los últimos años, y al hijo la casa no tan buena, en Azpilagaña.
La casa de Iturrama, además, tiene dos garajes. Me ha dicho que ya no conduce. Que vendió su Ford Mondeo con tan solo 30.000 kilometros por 4.000 euros al sobrino de un amigo suyo, que era gaitero (el amigo, el sobrino no sé).
—Era más bonito... —me ha dicho—. Lo tenía siempre limpio. Era azul.
Me ha contado su vida. He visto una lágrima sobre su mejilla izquierda, pero no me ha parecido que estuviera llorando. Creo que a los ancianos les pasan esas cosas. Se ha limpiado con naturalidad, con un pañuelo que tenía en un bolsillo. Esto me recuerda a que iba vestido elegante, no de traje, pero como se visten los señores mayores elegantes, y llevaba una boina negra.
La historia —su historia—, era real. Era un hombre real. Tan real que su última preocupación es, según me ha dicho, si quiere entierro, incineración o nicho.
Al final me he despedido después de una charla de unos veinte minutos. Me ha dicho que ha sido un placer saludarme, que soy muy majo y que la próxima ya me enseñará cosas.
¿Qué cosas?
¿Qué próxima?
Eso ha sido muy extraño. Realmente extraño. Cosas extrañas que dice la gente real.
Lo que yo me pregunto es por qué a mí. ¿Qué ha visto en mí ese señor para decidir saludarme como si fuera un viejo conocido? ¿Qué ha hecho que ese señor decidiera contarme su historia, en mitad de la Avenida Carlos Tercero?
Creo que lo sé.
Creo que ha olido algo conocido. Algo que él lleva oliendo mucho tiempo.
Ha olido mi soledad.
He cambiado el nombre a Vicente para guardar su identidad. Si esto es una simulación, lo estará leyendo ahora mismo.